Fotografias: Gabriela Caldeira Cabral e Beatriz Santamaría
Ahora, que el fuego se apaga doblegado por la lluvia y el esfuerzo de la gente, me pregunto qué se dice después de esto.
Los sentimientos son muchos y contradictorios. Ira, pero también resignación. Tristeza, pero con un soplo de esperanza. Rabia, pero con solidaridad. Sobre todo hay una enorme voluntad de comprender lo ocurrido, cómo fue posible que pasase y un nudo en el fondo del estómago, alimentado por la convicción de que, si no hacemos nada, el futuro se ve aún peor.
Hablo con la voz de quien vivía, hace 30 años, en un pueblo a las faldas de la Serra da Estrela. Siempre hubo hermosos bosques, con densos pinares y robledos, con grandes castaños, eucaliptos y otros árboles de los que no sé el nombre. Lo que yo jugué en el medio de ellos.
Aunque parezca increíble, siempre hubo incendios. Lo que no hay hoy en día, como había antes, es gente, gente joven y fuerte. Gente que labraba los campos alrededor de los pueblos, que regaba los pastos, que cuidaba a los animales que limpiaban los campos y las malezas. Plantaban huertas bonitas y aprovechaban todo lo que el bosque daba, sin desperdicios, todo era útil y utilizado.
Gente que contruía puntos de agua, tenía depósitos de riego, hacía represas en los arroyos, para regar los cultivos en verano. Cuando el fuego se acercaba a los bosques cercanos, pero aún lejos, subía los arduos caminos de las laderas de la sierra y, con sus azadas, bloqueaban el camino del fuego hasta que llegaban los bomberos. Entonces se quedaban allí, luchando con los valientes de rojo, hasta que todo acababa. Entonces bajaban, mugientos, sucios y sudados, bebían un vino, se reían un rato e se volvían a casa. Así era…
Ahora hay hombres, todavía fuertes, todavía valientes. Pero la edad pesa en los huesos, subir la sierra duele, levantar la azada cuesta y el corazón no aguanta el esfuerzo físico como antes. Los jóvenes son pocos, tan pocos que, en algunos pueblos los contamos con los dedos de una mano.
Nunca más, en medio de la desgracia, las instituciones del Estado, en la persona que las representa, deben perder la cabeza. Nunca más deben golpear con sus palabras a aquellos que, sufridos, sufriendo, asustados, desesperados, apenas quieren consuelo, liderazgo y confianza.